1El pueblo de Israel continuó su oración: ¡Oh, que surgieras de los cielos y descendieras a la tierra! ¡Cómo se estremecerían los montes en tu presencia!2El fuego consumidor de tu gloria abrasaría los bosques y haría hervir los océanos hasta secarlos. Ante ti temblarían las naciones; entonces tus enemigos sabrían dar razón de tu fama.3Así fue antiguamente cuando tú descendiste, pues realizaste obras portentosas, superiores a nuestras más grandes esperanzas, ¡y cómo temblaron los montes!4Porque desde que el mundo es mundo nadie vio ni oyó jamás de un Dios como el nuestro, que se manifiesta en favor de los que en él confían.5Acoges con agrado a quienes alegremente hacen el bien, a quienes van por sendas santas. Pero no somos santos; somos y hemos sido pecadores toda la vida. Por lo tanto, tu ira pesa sobre nosotros. ¿Cómo podrán salvarse las personas que son como nosotros?6Estamos completamente contaminados e inmundos de pecado. Todas nuestras buenas obras son como inmundos harapos. Como hojas de otoño nos decoloramos, nos marchitamos y caemos. Como viento, nos arrastran nuestros pecados.7Y, sin embargo, nadie invoca tu nombre ni te suplica misericordia. A causa de ello, tú te has apartado de nosotros y nos has abandonado por nuestra maldad.8¡Y no obstante, oh SEÑOR, tú eres nuestro Padre! Somos la arcilla y tú el alfarero: todos fuimos modelados por tu mano.9¡Ay, no estés tan airado con nosotros, SEÑOR, ni recuerdes para siempre nuestros pecados! Mira y ve que todos somos pueblo tuyo.10Tus santas ciudades están destruidas, Jerusalén está desierta.11Nuestro santo y hermoso templo, en donde nuestros padres te alababan, está quemado, y todos sus hermosos objetos destruidos.12Después de todo esto, ¿aún te negarás a ayudarnos, SEÑOR? ¿Permanecerás callado y continuarás castigándonos?